26 de enero de 2025

AGUA COLÉRICA

Imagen de la Dana, Imagen fuente desconocida
Herodoto cuenta que el rey Jerjes castigó al mar con trescientos latigazos por haber derruido los puentes erigidos para cruzar el estrecho de Helesponto (y de paso cortó la cabeza a quienes los habían construido). Las  historias de aguas violentas que destruyen lo que dejan a su paso se remontan muy atrás. Y la reacción de la clase dirigente no siempre es mejor que la de Jerjes. Pero ¿cómo vengarse de la naturaleza sin parecer un niñato?
A duras penas la arquitectura resiste el envite del agua colérica. Toda idea de solidez se pone en cuestión cuando una corriente restalla contra una frágil pared de ladrillo de medio pie de espesor. Un muro medianero resulta un pobre parapeto contra el sufrimiento, sea en Valencia o en el viejo Peloponeso. Las debilidades de un urbanismo descontrolado afloran dramáticamente ante una torrentera rebosante de lodo y coches. Si Ciro el grande se vengó del río Gindo por haber arrastrado uno de sus caballos, ¿qué no habría hecho por cien mil vehículos? "Hasta las mujeres podrán atravesar tu cauce sin mojarse las rodillas", sentenció. Y ordenó a su ejército excavar trescientos canales para desviar su curso. 
La soledad de quien se enfrenta al paisaje de caos generado por el agua es doblemente solitaria. El agua, mastica y traga. El fango de Valencia no es igual que el rico lodo acumulado durante milenios en los cauces del Nilo útil para abonar terrenos plantados de lentejas y trigo. El agua asalvajada simplemente se lleva por medio, sin preguntas, la vida. No culpen a la tecnosfera. La culpa es del hombre desmemoriado que en mala hora olvidó la servidumbre de que un río marrón, violento y avasallador pasaría, tarde o temprano, por el salón de su casa. Para recordar las fechorías del agua colérica, lo mejor es, sin embargo, construir arquitectura: canales y presas, que recuerden lo inminente de su siempre próxima e inavisada aparición. Monumentos al futuro. Mejor eso que trescientos latigazos.
Herodotus recounts that King Xerxes punished the sea with three hundred lashes for destroying the bridges built to cross the Hellespont (and, incidentally, beheaded those who had constructed them). Stories of violent waters wreaking havoc in their path go back a long way. And the reaction of the ruling class is not always better than Xerxes’. But how can one avenge nature without seeming like a spoiled child?
Architecture barely holds its ground against the wrath of raging water. Every notion of solidity is called into question when a torrent strikes a fragile half-brick-thick wall. A party wall proves to be a poor defense against suffering, whether in Valencia or the ancient Peloponnese. The weaknesses of uncontrolled urban sprawl are laid bare dramatically before a gushing stream, overflowing with mud and cars. If Cyrus the Great avenged the Gyndes River for dragging away one of his horses, what would he have done for a hundred thousand vehicles? “Even women shall cross your stream without wetting their knees,” he declared, ordering his army to dig three hundred channels to divert its flow.
The solitude of those facing the chaos left behind by water is doubly bitter. Water chews up and swallows everything. The mud in Valencia is not the same as the rich silt accumulated over millennia in the Nile’s banks, which fertilized fields of lentils and wheat. Savage water simply takes life along with it, asking no questions. Don’t blame the technosphere. The fault lies with humanity’s forgetfulness, which, in a moment of folly, ignored the servitude of a brown, violent, and overwhelming river that would inevitably one day surge through the living room of its house. To remember the misdeeds of furious waters, the best course is to build architecture: canals and dams that warn of its always imminent and unannounced arrival. Monuments to the future. Better that than three hundred lashes.
 

19 de enero de 2025

UN MIES VAN DER ROHE IMPURO

Mies van der Rohe, Casa Farnsworth, durante la construccion
De primeras, nadie imagina encontrar una rampa en la arquitectura de Mies Van der Rohe. Igual de chocante que la imagen de un santo con dos pistolas, las diagonales no son bien recibidas en su perpetua poética de planos horizontales. Pero ahí está. Saltando entre forjados como una incómoda línea atravesada y fuera de sitio.
Ciertamente, no todo en la arquitectura de Mies van der Rohe tuvo los mismos visos de eternidad ni de pureza. Lo impoluto en sus obras se confiaba en convocar al final, pero no durante sus procesos de construcción. Y, si no, basta mirar las imágenes de la obra de la venerada casa Farnsworth. Allí las fotos son todo un poema sobre el ideario de Mies (lo cual demuestra que el arquitecto alemán no era ningún idiota respecto a dónde poner el foco y sobre la conciencia de esos sucios pasos intermedios que acarrea toda construcción).
Durante la obra hay rampas, y nadie sufre de un ataque de "puritis", ni siquiera Mies mismo, porque sabe que se trata de inclinaciones instrumentales para poder manejar una carretilla que lleve un saco de cemento. Como no amenaza con dejar la obra ante la presencia de una desgastada y roma escalera de mano necesaria para poder acceder a los forjados y a la cubierta.
Al contrario de lo que imaginan los mitómanos, en las obras de Mies, los obreros no iban con un mono de trabajo blanco de lino recién planchado y relucientes botas confeccionadas por zapateros italianos. El humo que desprendía la soldadura entre sus exquisitos perfiles era igual de negro y sucio que el del resto de las soldaduras de electrodos del mundo. El polvo y el olor amargo del acero y el corte de la piedra no desaparecían, por mucho que la señora Farnsworth llegara exquisitamente perfumada a la obra. Solo en ese contexto las rampas, como las escaleras o los trozos de suciedad acumulados por los rincones, son respetados por Mies.
Cuando hoy en día el proceso de la obra se proyecta y publicita (tal vez a falta de que el edificio concluido sea lo suficientemente consistente por sí mismo), el ver acumulada en aquellas obras de Mies tanta impureza da que pensar en el instante en que aparece la pureza misma en la arquitectura. Lo eterno parece que llega siempre después.
At first glance, no one expects to find a ramp in Mies van der Rohe’s architecture. As jarring as the image of a saint holding two pistols, diagonals are not warmly welcomed in his perpetual poetics of horizontal planes. And yet, there it is. Leaping between floors like an awkward line, misplaced and out of step.
To be honest, not everything in Mies van der Rohe’s architecture bore the same aura of eternity or purity. The pristine nature of his works was entrusted to emerge at the end, not during the construction process. And if you doubt it, just look at the images from the construction of the revered Farnsworth House. Those photos are a true ode to Mies’s philosophy (which shows that the German architect was no fool about where to direct attention and was fully aware of the messy intermediate steps inherent to any construction).
During the construction, there were ramps, and no one suffered from a "purism-ache", not even Mies himself, because he understood they were functional inclines for maneuvering a wheelbarrow loaded with cement. Nor did he threaten to abandon the project at the sight of a worn and blunt ladder, essential for reaching the floors and the roof.
Contrary to what mythmakers might imagine, workers on Mies’s sites did not wear freshly pressed white linen coveralls or gleaming boots crafted by Italian shoemakers. The smoke from welding his exquisite steel profiles was just as black and dirty as any other electrode weld in the world. The dust and acrid smell of steel and stone cutting were not magically replaced by perfumes, no matter how exquisitely Dr. Farnsworth might arrive, delicately scented, at the site. In this context, ramps, like ladders and the scattered piles of dirt in the corners, earned Mies’s respect.
Today, when construction processes are designed and marketed (perhaps because the finished building itself might lack enough substance), seeing so much impurity in Mies’s works makes one ponder the precise moment when purity actually appears in architecture. Eternity, it seems, always comes later.

12 de enero de 2025

EL PAISAJE COMO ACTITUD

Luis Camnitzer. El Paisaje como Actitud, 1979.
El ganado pasta sobre la nariz y las mejillas. Una casa y un árbol, a pesar de la pendiente, parecen encajar sobre esa irregular topografía con naturalidad. Los pómulos y la frente hacen las veces de valles, cordilleras y planicies. Mientras, el paisaje, el rostro de Luis Camnitzer, con los ojos entreabiertos y el gesto tranquilo parecen recibir a todos sus inquilinos con el placer de unas diminutas presencias que sin embargo no necesita espantar.
Si como dice el título de esta obra, “el paisaje es una actitud”, desde luego la de ese rostro-paisaje de Camnitzer, es uno libre de presión, de prisa y de peso. No existe en el signo alguno de la molestia de quien soportara desagradables moscas veraniegas, tampoco hay rastro alguno de enfado, sino más bien la misma tranquilidad del que contempla el cielo y sus nubes o una noche estrellada o el placer sereno de un padre cuyo hijo duerme la siesta sobre su barriga.
Tendemos a pensar que la tierra nos mira de un modo hostil. La emergencia climática, las innumerables agresiones causadas, desde la contaminación a la deforestación, parece que nos obligan a imaginar al paisaje como un ser a la espera de venganza. Pero esta obra parece decir que, pese a todo, el mundo siempre estará tranquilo, que tiene su propio ritmo y que siempre aceptará sobre su nariz o cejas, esos diminutos objetos que son las ciudades, las autopistas o los campos de cultivo. Tal vez porque tiene la seguridad de que estará cuando nosotros nos hayamos ido con todo nuestro jaleo. O porque a veces ve aparecer sobre su superficie alguna obra que en algo redime tanto destrozo.
Cattle graze over the nose and cheeks. A house and a tree, despite the slope, seem to fit naturally on this irregular topography. The cheekbones, and the forehead serve as valleys, mountain ranges, and plains. Meanwhile, the landscape—the face of Luis Camnitzer, with half-closed eyes and a serene expression—welcomes all its inhabitants with the joy of tiny presences it has no need to shoo away.
If, as the title of this work suggests, "landscape is an attitude," then certainly the attitude of Camnitzer’s face-landscape is one free of pressure, haste, and weight. There is no trace of the irritation one might feel swatting away summer flies, nor is there any hint of anger. Instead, it holds the same calm as someone gazing at the sky and its clouds, a starry night, or the serene pleasure of a father as his child naps on his belly.
We tend to think that the earth regards us with hostility. The climate emergency and the countless harms we have inflicted—from pollution to deforestation—seem to compel us to imagine the landscape as a being poised for revenge. But this work suggests that, despite it all, the world will always remain calm, moving to its own rhythm, always accommodating on its nose or eyebrows those tiny objects that are cities, highways, or fields of crops. Perhaps it is because the world knows it will persist long after we’ve departed with all our clamor. Or because sometimes a work appears on its surface that somehow redeems such destruction.

5 de enero de 2025

LA FORMA DEL ENCUENTRO

campo de Siena
Cuando la diversidad es un hecho, cuando la multiculturalidad y la crisis climática hacen del mundo un lugar complejo, la única arquitectura que merece la pena considerar verdaderamente comprometida es la que habla del encuentro y la convivencia entre conflictos: la arquitectura que simboliza la plaza, la de los espacios donde se favorece la reunión, la arquitectura que se encuentra bellamente con otra arquitectura, la que entra en resonancia con lugares lejanos, la que se activa abiertamente hacia el otro.
Antes que forma, la arquitectura es encuentro. No hablamos solo de lugares donde los cuerpos se cruzan, sino de espacios que son, en sí mismos, una invitación al diálogo a niveles que a menudo pasan desapercibidos. Se construyen edificios para albergar actividades, pero la verdadera función de ciertos espacios es generar conexiones, no solamente humanas, facilitar la convivencia entre seres y especies, hacer de lo cotidiano algo compartido.
Existen miles de ejemplos intemporales donde esto es palpable, donde las paredes, más que dividir, articulan un espacio común. Es en esa sutileza donde se encuentra su grandeza, en su capacidad de convertirse en un escenario que potencia lo compartido sin borrar el conflicto. Lo que esta arquitectura persigue no es ser protagonista, sino el trasfondo sobre el que se desarrollan comunidades vivas.
Tal vez en este contexto sí puede entenderse que la arquitectura posea una dimensión pública, porque es en esos espacios de convivencia donde se moldea la vida de la ciudad y de sus habitantes. Las plazas, los patios y los corredores son los laboratorios donde las diferencias se encuentran y se negocian. El arquitecto, en estos casos, más que un creador o un mediador es un testigo imparcial: anticipa lo invisible, prevee la red de relaciones que habitarán el espacio y hace partícipes a los involucrados de ese porvenir. Aquí sí podría encontrarse un sólido programa para el papel del arquitecto antes que en un buenista y vacuo liderazgo de una cosmopolítica de entes biodiversos.
When diversity is a fact, when multiculturalism and the climate crisis make the world a complex place, the only architecture truly worth considering as committed is that which speaks of encounter and coexistence amidst conflicts: the architecture that symbolizes the square, the spaces that foster gathering, the architecture that beautifully engages with other architecture, that resonates with distant places, that openly reaches out to the other.
Before being form, architecture is encounter. We are not just talking about places where bodies cross paths, but about spaces that, in themselves, are an invitation to dialogue on levels that often go unnoticed. Buildings are constructed to house activities, but the true function of certain spaces is to generate connections—not only human ones—facilitating coexistence among beings and species, turning the everyday into something shared.
There are thousands of timeless examples where this is palpable, where walls, rather than dividing, articulate a shared space. It is in this subtlety that their greatness lies: in their capacity to become a stage that amplifies what is shared without erasing conflict. What this architecture seeks is not to be the protagonist, but the backdrop against which vibrant communities unfold.
Perhaps in this context, it becomes clear that architecture has a public dimension, because it is in these spaces of coexistence where the life of the city and its inhabitants takes shape. Squares, courtyards, and corridors are the laboratories where differences meet and are negotiated. In these cases, the architect, more than a creator or mediator, is an impartial witness: anticipating the invisible, foreseeing the network of relationships that will inhabit the space, and involving the participants in that future. Here, a solid program for the architect's role could indeed be found, rather than in a well-meaning but hollow leadership of a cosmopolitics of biodiverse entities.