10 de noviembre de 2024

VENTAJAS DE LA GUILLOTINA

Cate Blanchett by Robin Sellick, 1994
La inquietud que provoca la imagen no proviene de la mirada perdida de una jovencísima Cate Blanchett a medio camino entre el quicio de la ventana y la amenazante oscuridad del exterior, sino de un lugar desapercibido. Las ventanas de guillotina son un mal lugar. Para posar y para vivir. Solo su nombre, fruto de una metáfora cuyo origen es el invento francés del médico Joseph-Ignace Guillotin (y cuya única aspiración era mejorar las condiciones de vida de los condenados a muerte de finales del siglo XVIII), merecería por sí misma una revisión profunda.
La ventana de guillotina, que heredó ese nombre por la semejanza que tenía el mecanismo de desplazamiento en vertical de sus vidrios con la cuchilla de un patíbulo, es desde entonces un tipo de hueco que amenaza la intrínseca continuidad que debe poseer cada apertura en una fachada. La ventana de guillotina no cierra como tal el paso al viento o a las miradas, sino que las decapita. La brusquedad de ese corte repentino no puede ser eliminada psicológicamente de esas inocentes hojas de vidrio.
El justificado éxito de este tipo de ventanas se debe a la perfecta estanqueidad que ofrecen frente al resto de las ventanas correderas, a lo poco que ocupan y al hecho de que triunfaron en la arquitectura anglosajona posterior, evidentemente, a la Revolución Francesa, fuera cual fuera la clase social que las empleaba. Es difícil entender el siglo XIX en Inglaterra sin este tipo de huecos que fuerza al cuerpo a estar en una peligrosa inclinación medio asomado al exterior y que, sin embargo, sitúa en medio de los ojos un inevitable montante de madera que se solapa a la línea del horizonte y la sustituye como una mala copia.
Con todo, lo más inquietante con diferencia de esos huecos es esa secreta amenaza a la que parecía asomarse Blanchett: del mismo modo a como no es posible recoser cabezas separadas de un cuerpo, la separación entre el interior y el exterior en estas ventanas es definitiva e irremediable. En cada ventana de guillotina, por tanto, existe no un inocente habitante, sino un verdugo ocasional. Ojo con ellas y, sobre todo, ojo con esos asesinos potenciales.   
The unease provoked by the image does not stem from the lost gaze of a very young Cate Blanchett, caught halfway between the window frame and the ominous darkness outside, but rather from an unnoticed place. Guillotine windows are a bad place. For posing, and for living. Their very name, born of a metaphor rooted in the French invention by physician Joseph-Ignace Guillotin (whose sole aspiration was to improve the lives of those condemned to death in the late 18th century), deserves a thorough re-evaluation all on its own.
The sash window, which could be imagined as a ‘guillotine window’ due to the resemblance of its vertical sliding panes to a scaffold blade, has since represented a type of opening that threatens the intrinsic continuity that every opening in a facade should possess. The sash window does not merely close off the passage of wind or gaze—it decapitates them. The abruptness of that sudden cut cannot be psychologically erased from those innocent sheets of glass.
The justified success of this type of window is due to the perfect seal it offers compared to other sliding windows, to how little space it occupies, and to the fact that it became popular in post-French Revolution Anglo-Saxon architecture, regardless of the social class using them. It’s hard to understand 19th-century England without this type of opening, which forces the body into a dangerous leaning position, half hanging out of the exterior, yet places an unavoidable wooden muntin in the middle of the view, overlapping the horizon line and replacing it like a poor copy.
Even so, the most disturbing thing about these openings, by far, is that subtle menace Blanchett seemed to lean into: just as it’s impossible to sew heads back onto bodies, the separation between inside and outside in these windows is definitive and irreversible. In every hung window, then, resides not an innocent inhabitant but an occasional executioner. Beware of them, and above all, beware of these potential killers.

3 de noviembre de 2024

SI HUBIESE QUE SALVAR UNA OBRA...

Frank O. Gehry, Winton Guest House, Wayzata, Minnesota, 1983-1986
Las piezas reposan como caídas de una caja de juguetes, aun sin jugar. Sin embargo, el juego ha terminado. Ese misterio de las formas desencajadas, cada una con su materia, sonido y dureza, que se tocan como por accidente, pero con naturalidad, es inagotable.
Frank O. Gehry es un nonagenario del que todo se ha dicho. Además de ser el reformador de lo que significa la tipología del museo en el último cuarto del siglo XX, Gehry ha hecho todo.
Pero si su obra, por un fatal cataclismo, desapareciese, o si solamente hubiese un edificio que rescatar de su producción, como el que salva un cuadro de un incendio en un museo, antes que decantarme por su obra de Bilbao o sus grandes edificios americanos, incluso frente a su propia casa, trabajos indudablemente meritorios y memorables, me quedo con esta otra, que es casi nada. Unos pabelloncitos bien convenidos. No mayores en tamaño que San Pietro in Montorio o San Carlo alle Quattro Fontane, y tal vez igual de bien paridos. Esta obra explica las demás y es un perfecto resumen de cuanto tiene su trabajo de gusto por la fragmentación de los programas, de "buena construcción" y de obra de arte.
Obra que haría las delicias del pintor Morandi, por disponer bien las cosas en su aparente caos, en ella resuena la hermosura del bodegón, del género de la vanitas, a menudo ignorado, pero que aquí es palpable. Nada más se necesita para entender su poética. Para explicar a Gehry no es necesario reconocer su beta artística, o su dependencia de las técnicas de CAD aeroespacial, sino su gusto por el disponer frutas, vasos y botellas sobre una mesa, pero no como lo haría un viejo cubista, sino más bien como un tortuoso Arcimboldo renacido arquitecto.
The pieces lie as if they’ve tumbled out of a toy box, still untouched, yet the game is over. That mystery of disjointed forms—each with its own material, sound, and solidity—that seem to touch accidentally but naturally, is endless.
Frank O. Gehry is a nonagenarian about whom everything has been said. In addition to being the reformer of what museum typology means in the last quarter of the 20th century, Gehry has done it all.
But if his work were to disappear in some fatal cataclysm, or if only one building could be saved from his production, as one rescues a painting from a museum fire, rather than choosing his work in Bilbao or his major American buildings—even over his own home, undoubtedly meritorious and memorable projects—I would choose this other one, which is almost nothing. A few well-arranged pavilions. No larger in size than San Pietro in Montorio or San Carlo alle Quattro Fontane, and perhaps equally well-conceived. This work explains the others and is a perfect summary of everything in his oeuvre: the love for programmatic fragmentation, for “good construction,” and for creating works of art.
A work that would delight the painter Morandi, with its careful arrangement of objects in their apparent chaos, it echoes the beauty of a still life, of the vanitas genre, often overlooked but here, tangible. Nothing more is needed to understand his poetics. To explain Gehry, it is not necessary to recognize his artistic vein or his reliance on aerospace CAD techniques, but rather his taste for arranging fruits, glasses, and bottles on a table—not as an old Cubist would, but more like a tortuous Arcimboldo reborn as an architect.