28 de julio de 2024

CUIDADO CON LA ESCALERA

La familia de las escaleras que no están hechas para ser usadas es amplia y variopinta. Están las que solo ofrecen un aspecto decorativo o pertenecen a la categoría de lo artístico, las que, debido a su desproporción, se vuelven inutilizables (por inmensas o por lo contrario), las que tienen otras al lado que de verdad son las que todo el mundo emplea para subir y bajar, y luego están aquellas que, aun pareciendo escaleras, no lo son. A esta última especie pertenece esta diseñada por Hiroshi Sugimoto.
Una escalera de hielo puede ser mortal. Pero tal vez sea mejor esa solución que poner una barandilla atravesada para impedir el paso. En realidad, nadie pondría un pie en un peldaño de hielo o cristal, como es en realidad lo que sucede aquí. Hay cosas que no están hechas para ser pisadas. Del mismo modo, nadie pone el pie sobre una mesa de cristal y menos aún se pisa un lago helado sin las convenientes precauciones (es decir, sin ser sueco o finés). La escalera de bloques de vidrio desde luego no está en ese lugar para ser pisada ni para disuadir de nada, sino que con su transparencia deja pasar luz a un lugar oculto y misterioso que se encuentra fuera de la vista. La intervención, que supone una reinterpretación del templo sintoísta cuando este entendía que existían objetos capaces de representar a las deidades, es un homenaje a la piedra de cerca de veinte toneladas que se encuentra a los pies de esas escaleras y que, sin embargo, no reclama nada del protagonismo de la escena. Esa piedra inmensa es el centro, y bajo ella llegan esas escaleras que introducen la luz como en un túmulo.
El recorrido imaginado por Sugimoto comienza con la contemplación de esa enorme piedra y las llamativas escaleras, para luego dar un rodeo que nos conduce a la entrada de un túnel estrecho y oblicuo, que  sitúa al habitante debajo, y que está iluminado por esa escalera lucernario. Ocasionalmente ese lugar se llena de agua. A la salida, el estrecho pasadizo encuadra una vista del mar.
En Japón, nunca nada es lo que parece. Ni unas escaleras de hielo siquiera.
The family of stairs that are not meant to be used is extensive and diverse. There are those that offer only a decorative aspect or belong to the category of the artistic, those that, due to their disproportion, become unusable (either by being immense or the opposite), those that have other, functional stairs beside them which everyone uses to go up and down, and then there are those that, despite appearing to be stairs, are not. This last type includes the one designed by Hiroshi Sugimoto.
An ice staircase can be deadly. But perhaps that solution is better than putting a railing across to block access. In reality, no one would step on a rung made of ice or glass, as is actually the case here. Some things are not meant to be stepped on. Similarly, no one places their foot on a glass table, and even less so on a frozen lake without taking proper precautions (that is, unless you are Swedish or Finnish). The staircase of glass blocks is certainly not there to be stepped on or to dissuade anyone from doing so, but with its transparency, it lets light pass to a hidden and mysterious place that is out of sight. The intervention, which represents a reinterpretation of the Shinto shrine when it was understood that objects could represent deities, is a tribute to the stone weighing nearly twenty tons that lies at the foot of these stairs and yet claims none of the scene’s protagonism. This immense stone is the center, and below it, these stairs bring light like in a tumulus.
The journey imagined by Sugimoto begins with the contemplation of this enormous stone and the striking stairs, then takes a detour that leads us to the entrance of a narrow and oblique tunnel that places us below and is illuminated by this skylight staircase. Occasionally, that place fills with water. Upon exiting, the narrow passage frames a view of the sea.
In Japan, nothing is ever what it seems. Not even an ice staircase.

21 de julio de 2024

LA COCINA FUERA DE LA COCINA

Kitchen, Ole Scheeren Dean and Deluca Design, Miami
Cuando el dormitorio se ha convertido en oficina y escenario, cuando el baño ha dejado de ser un espacio de intimidad, no es de extrañar que la cocina haya dejado de ser una habitación para reducirse a tres electrodomésticos y una pila donde rellenar la botella de agua antes de ir a pilates.
Entre todas, la metamorfosis de la cocina ha sido la más silenciosa y profunda de la casa. Las cocinas de humo y vapores, las que nutrían nuestra cotidianidad con olores de hogar y promesas de sustento, han encontrado refugio en la comida prefabricada y en las “dark kitchens”. La venta de pizza congelada es un negocio milmillonario que no hace más que crecer en todo el mundo. La comida mediterránea, asiática, las hamburguesas gourmet y los sándwiches que llegan a la mesa a lomos de ciclistas en cajas térmicas se preparan en el mismo local y por los mismos cocineros. Sin ventanas, comensales, ni escaparates las cocinas fantasmas son tecnificados puntos de logística que operan fuera de la vista. A la vez, los restaurantes han convertido la alta cocina en un espectáculo al que es imposible sustraerse. Las estrellas michelín ultravisibilizan sus realizaciones. El kimchi y el alginato sódico invaden las redes sociales y los estantes del supermercado. La web del restaurante de lujo promete una experiencia culinaria a la que hay que ir preparado como se va a una circuncisión. Entre la cocina convertida en una caja negra y la experiencia religiosa de comer, está el mundo del comer sano y los “foodies”. Solo que ya nadie puede hacer otra cosa que preparar ensaladas ya que los antiguos pucheros han perdido su sitio y las recetas de cuchara requieren de un tiempo y de la compra de productos que poco a poco se vuelven imposibles de encontrar.
En este panorama el espacio dedicado a preparar la comida en nuestras casas se ha ido reduciendo. A la vez que crece la venta de microondas y hornos de aire, disminuye la de metros lineales de encimera de Ikea. Con cada llamada de teléfono a un delivery, la cocina se repliega. La arquitectura de la cocina ha dejado de ser una estructura fija para convertirse en una entidad viviente y fuera de casa. En la cocina fantasma los sistemas de gestión de pedidos y los sensores que monitorean cada aspecto del proceso culinario tienen un ritmo frenético y preciso. Las dark kitchens gentrifican las cocinas domésticas. Lo que antes era un almacén vacío a las afueras de la ciudad ahora es un hervidero de actividad culinaria multiétnica manejado por las mismas manos. La inteligencia artificial y la automatización prometen llevar la eficiencia a niveles aún más altos, quizás hasta el punto de que las manos humanas sean reemplazadas por brazos robóticos. De la cocina entendida como lugar hemos pasado a la cocina como punto de mero mantenimiento vital. Su arquitectura se reduce, encoge y se mezcla dentro de la casa.
El futuro tal vez sea “kitchenless”, es decir con cocinas fuera de las cocinas. O con particulares que cocinan en sus propias casas para los demás, como ya sucede en la India. El tiempo y el dinero mandan. Los argumentos para mantener el espacio de la cocina en casa por motivos de pura salud no son, por ahora, competitivos. Ni siquiera las cocinas cooperativas son una buena respuesta. Pero cualquier reivindicación de productos de proximidad, de vida sana y de alimentación responsable comienza con disponer de un espacio propio para la cocina doméstica. Tarde o temprano los estudios clínicos, energéticos y sociales reivindicarán que el espacio de las cocinas rentaba más que tener la cocina fuera de casa. Como sucede ya con el tabaco.
When the bedroom has become an office and stage, and the bathroom has ceased to be a private space, it’s no surprise that the kitchen has shrunk to just three appliances and a sink to fill a water bottle before heading to Pilates.
Among all transformations, the kitchen’s metamorphosis has been the most silent and profound of homes. Kitchens filled with smoke and steam, nourishing our daily lives with homey aromas and promises of sustenance, have found refuge in prepackaged meals and "dark kitchens." The frozen pizza industry is a multibillion-dollar business that continues to grow globally. Mediterranean, Asian food, gourmet burgers, and sandwiches delivered by cyclists in thermal boxes are all prepared in the same location by the same cooks. Without windows, diners, or storefronts, ghost kitchens are tech-driven logistics hubs operating out of sight. Meanwhile, restaurants have turned haute cuisine into an inescapable spectacle. Michelin stars spotlight their creations. Kimchi and sodium alginate flood social media and supermarket shelves. A luxury restaurant’s website promises a culinary experience requiring as much preparation as a major ritual. Between the black box kitchen and the religious experience of dining, lies the world of healthy eating and “foodies.” Yet, few can do more than make salads, as traditional pots have lost their place, and slow-cooked recipes demand time and ingredients that are increasingly hard to find.
In this landscape, the space for food preparation at home has been shrinking. As microwave and air fryer sales soar, linear feet of countertop from Ikea dwindle. With each delivery call, the kitchen retracts. Kitchen architecture has shifted from a fixed structure to a living entity beyond the home. In ghost kitchens, order management systems and sensors monitoring every culinary process move with a frenetic precision. Dark kitchens gentrify domestic kitchens. What once was an empty warehouse on the city outskirts is now a hive of multiethnic culinary activity, managed by the same hands. Artificial intelligence and automation promise even greater efficiency, potentially replacing human hands with robotic arms.
We’ve shifted from understanding the kitchen as a place to seeing it as a mere point of vital maintenance. Its architecture contracts, shrinks, and blends within the home. The future may be “kitchenless,” with kitchens existing outside traditional spaces. Or with individuals who cook in their own homes for others, as already happens in India. Time and money dictate. Arguments for keeping kitchen space at home for health reasons are currently not competitive. Even cooperative kitchens are not a good answer. However, any advocacy for local products, healthy living, and responsible eating begins with having a dedicated space for home cooking. Sooner or later, clinical, energy, and social studies will claim that having kitchen space at home is more beneficial than outsourcing it. Just as has happened with smoking.

14 de julio de 2024

MOTIVOS PARA HACER UN LABERINTO

Chartres, France, laberynth, imagen fuente desconocida
No se me ocurren motivos para hacer hoy un laberinto que no sean el puro ocio o el comercio. Ya no quedan minotauros, jardines, ni catedrales capaces de albergar en su seno recorridos infinitos. Tampoco quedan filántropos capaces de financiar un espacio dedicado a perderse por el puro placer de ese escalofrío. En un mundo que dedica estanterías kilométricas al mindfulnes de “encontrarse a uno mismo”, el hecho de perderse tal vez sea ir demasiado a contracorriente. Tal vez los recorridos donde vagar que no repercutan en aumentar las ventas resulten inexplicables. Tal vez la palabra laberinto misma no sea ya más que una idea, un concepto. Un horizonte borroso.
Además, ya no quedan arquitectos de laberintos ¿a quién encargar uno? Hasta los diseñadores de videojuegos tienen más práctica que los arquitectos, a quienes ese encargo les queda tan lejos como proyectar un gabinete de curiosidades, unas caballerizas reales o una cámara funeraria. Dédalo sigue siendo el decano de esta exhausta tipología. Y, si se apura, hasta Borges. El laberinto más reciente y universal es añil y amarillo, y encierra una monstruosa cantidad de sillas, mesas y encimeras de cocina. Para salir de él no vale el hilo de Teseo ni las matemáticas de Katie Steckles con su regla topológica del "gira siempre a la derecha", sino una tarjeta de plástico conectada electrónicamente con un banco. Una salida tan tramposa como la de Ícaro.
Reivindiquemos, sin embargo, los laberintos, aunque sean como una utopía, porque nos permiten recordar que la arquitectura no tiene como principal tarea simplificar la vida, sino dar luz a su complejidad.
  
I can’t find any reasons to build a labyrinth today beyond pure leisure or commerce. There are no minotaurs, gardens, or cathedrals capable of hosting endless pathways anymore. Nor are there philanthropists willing to fund spaces dedicated to the thrill of getting lost. In a world filled with endless shelves about mindfulness and “finding oneself,” losing oneself might seem too rebellious. Perhaps wandering through spaces that don’t boost sales is seen as inexplicable. Maybe the word labyrinth has become just an idea, a concept, a blurry horizon.
Moreover, we no longer have labyrinth architects. Who would you even hire to design one? Even video game designers have more experience than architects, as such tasks feel as distant as creating cabinets of curiosities, royal stables, or burial chambers. Daedalus remains the master of this exhausted typology, and perhaps Borges too. The most recent and universal labyrinth is blue and yellow, filled with countless chairs, tables, and kitchen counters. To escape, neither Theseus’s thread nor Katie Steckles’s topological rule of "always turn right" will do; it requires a plastic card connected to a bank. A trick as deceptive as Icarus’s escape.
Let’s reclaim labyrinths, even as a utopia, because they remind us that architecture’s main purpose isn’t to simplify life but to illuminate its complexity.

7 de julio de 2024

ESCALERA EN UN METRO CUADRADO

Si la arquitectura ha tenido a lo largo de su historia momentos de pura exploración de los límites de la enormidad (la torre más alta o el edificio más grande del mundo), pocas son las ocasiones en que esa búsqueda se ha producido en dirección contraria. La motivación por hacer algo lo más pequeño posible ha sido habitualmente fruto de la pura racanería. O de las crueles condiciones del mercado. Una casa de quince metros se publicita como un logro imbatible, cuando en realidad no es otra cosa que un cuchitril que se ofrece a los ojos lo más limpio y tecnificado posible. En esta carrera por el ahorro, uno de los objetos de odio ancestral es la escalera, debido a la enorme cantidad de espacio que consume. Blasfemia que las compañías de ascensores, por cierto, han explotado desde siempre como un negocio lucrativo y poco ecológico. La lucha por hacer que las casas pudiesen tener escaleras económicas desde el punto de vista de la ocupación, ha hecho despegar el ingenio de proyectistas, especialmente desde el siglo pasado. En esa línea se ha explorado la ingeniería de los materiales, la geometría, los procesos industriales de fabricación y las normativas como las mismas energías, talento e inventiva que la inmersión a las simas abisales o la propulsión en la ciencia astronáutica.
En este afán reductor, la escalera de menos de un metro cuadrado supone uno de los últimos unicornios. Si bien las escaleras de pates, las compensadas, las de tijera o las de barco han resuelto desde antiguo el problema del espacio, no resulta admisible hacer subir de un piso a otro a un ser humano de una edad que no sea la adolescencia por tan empinados lugares. Hoy ya existen escaleras de caracol que ha inclinado el eje y con ello han ganado espacio en su recorrido y multiplicado sus millones en ventas. Las hay que han compensado tanto sus peldaños que se han vuelto delicados instrumentos de tortura. Existen escaleras que han aligerado su peso hasta poderse trasladar como un sillón no muy pesado.
Como los récords olímpicos de triple salto o lanzamiento de martillo, el futuro nos deparará una escalera en medio metro cuadrado... Nadie lo duce. Nada hay que detenga la lucha por el record. Aunque la solución final pase por encoger a los habitantes...
If architecture has historically had moments of pure exploration of the limits of enormity (the tallest tower or the largest building in the world), there have been few occasions when that pursuit has gone in the opposite direction. The motivation to make something as small as possible has usually been the result of sheer stinginess or the harsh conditions of the market. A fifteen-square-meter house is advertised as an unbeatable achievement when, in reality, it’s nothing more than a hovel made to look as clean and high-tech as possible. In this race for savings, one of the age-old objects of disdain is the staircase, due to the vast amount of space it consumes. Blasphemy that elevator companies, incidentally, have always exploited as a lucrative and not very eco-friendly business. The struggle to make houses with space-efficient stairs has sparked the ingenuity of designers, especially since the last century. In this vein, the engineering of materials, geometry, industrial manufacturing processes, and regulations have been explored with the same energy, talent, and inventiveness as deep-sea diving or advancements in astronautical science.
In this reductive quest, the staircase of less than one square meter is one of the last unicorns. While paddle stairs, offset stairs, folding stairs, or ship ladders have long solved the space problem, it is unacceptable to make anyone beyond adolescence climb such steep places. Today, spiral staircases with inclined axes have gained space and multiplied sales. Some have balanced their steps so much that they've become delicate instruments of torture. There are staircases light enough to be moved like a not-too-heavy chair.
Like Olympic records in triple jump or hammer throw, the future will bring us a staircase within half a square meter... No one doubts it. Nothing will stop the quest for the record, even if the final solution involves shrinking the inhabitants...