Lo cotidiano es el campo base de la existencia y sólo en situaciones dramáticas la arquitectura es su más importante soporte. La guerra, una catástrofe o el acecho de otras formas de destrucción se ceban con el ser humano y hacen de todo algo excepcional. Sin embargo una vida llena de excepciones resulta extenuante. El abrir un grifo, el no pasar frío, el poder descansar sin depender de nadie más que de nuestro sueño o nuestras habituales preocupaciones, se vuelven actos extraordinarios en situaciones como las que se viven hoy en los cofines de Europa. No es posible una existencia razonable, ni acaso una forma de vida digna, si a todo hay que dedicarle energías sin fin, si lo cotidiano es perseguido y asesinado. Habitar una catástrofe es un oxímoron.
Sin embargo aun en esos momentos la arquitectura, apenas en pie, mantiene la heroica obligación de ofrecer lo poco que quede de ella, sus huesos, los restos de sus muros o sus rincones, como el primer paso a la hora de poder reconstruir los hábitos. En esos rincones se inicia la búsqueda psicológica de un necesario “sentirse a salvo”, es decir, de habitar. En ellos, entre el polvo de los escombros, late la voluntad de estar en paz.
La casa, o lo que quede de ella, es y será siempre el primer lugar de toda reconstrucción. Desde allí es donde mejor se escucha, por mucho que haya un insoportable estruendo exterior, ese rumor y esa necesidad de resurrección de lo cotidiano.
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