Pocos elementos en arquitectura tienen sus propias patologías. Pero las escaleras y los balcones comparten la suya propia: la acrofobia, es decir, el miedo a las alturas.
6 de diciembre de 2021
VÉRTIGO
Pocos elementos en arquitectura tienen sus propias patologías. Pero las escaleras y los balcones comparten la suya propia: la acrofobia, es decir, el miedo a las alturas.
Para producir ese miedo específico, el vértigo, Alfred Hitchcock
necesitó de una torre con una escalera en su interior y un detective
retirado con miedo a lo vertical. De la película "Vértigo" sabemos
que el miedo a lo alto apenas necesita de otros ingredientes que de
un habitante y de un hueco por el que asomarse. Esa combinación
resulta letal y suficientemente poderosa para sustentar una tensión
que no ocurre en el caminar ordinario. Aunque hay que destacar
que en realidad el vértigo no depende de una altura concreta, sino
de ser capaz de brindar la sensación de altura.
Cualquiera que lo padece sabe que el vértigo no surge de la presencia de un hueco de escalera ni de la propia distancia al suelo como tal.
El nudo en el estómago que provoca esa sensación inimitable
arranca en el centro del propio habitante. Nace de una escalera injertada en
algún recóndito pliegue del cerebro que toma cuerpo gracias a unos
pocos chispazos entre neuronas.
Ese estremecimiento es la prueba más palpable de que existe
una escalera genérica, una idea de escalera, que ocupa alguna
zona primitiva de nosotros mismos. Es esa idea la que encuentra
en el vértigo una salida y un modo de expresión. Aunque nadie
duda que esa sensación de perpetua amenaza de caída es tan real
como la propia realidad.
Ese modo de sentir las escaleras es semejante a tener un tatuaje
de lo vertical incrustado en nosotros mismos o a tener un telescopio
del vacío y la sensación es parecida a la pesadilla de un tren imposible de esquivar*.
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2 comentarios:
Cuenta Borges que en una visita al Guggenheim de NYC de Wright sintió, ya casi totalmente ciego, “vértigo horizontal”…
Abrazos Santi y felices días…
Muchas gracias por tu preciosa anécdota, Daniel.
Te envío un abrazo fuerte y te deseo una felicísima Navidad.
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