4 de octubre de 2021
ADELGAZAR
Antes la arquitectura adelgazaba hacia arriba. Es decir, los muros de los sótanos, gruesos y masivos iban perdiendo sección en su ascenso con un lento proceso de dieta material. La magia del Panteón romano se sustentaba en ese adelgazamiento progresivamente vertical que llegaba incluso a hacer cambiar de materia según llegaba a su cima: desde la piedra, el ladrillo y el hormigón, hasta la hueca piedra pómez, el aire y luego la luz...
Cuando llegó la modernidad y la posibilidad de emplear estructuras de pilares, la delgadez pasó a ser una cuestión de otro orden. Tanto que a veces ni los pilares de las plantas superiores se diferencian de los inferiores en grosor. Porque en ocasiones la dieta ni merecía la pena.
Hoy el tema del adelgazamiento al que se ha sometido el grosor de la arquitectura (y a la ingeniería, en realidad) con tal de mostrar figuras esbeltas y de apariencia etérea, ha conducido, en su extremo, a ciertas patologías. Adelgazar puede ser sano si uno se encuentra con un ligero sobrepeso, pero también puede conducir a lo anómalo y a lo anoréxico. Durante, un tiempo, de hecho, el hacer las cosas tan ligeras que casi flotaban fue el objetivo de afanados arquitectos dedicados al malabarismo de la tecnología. Pregunten por todo esto a Norman Foster.
Adelgazar es bueno, decíamos, si se anda con cuidado y se deja ese proceso en manos de profesionales. Pero aun es más hermoso, al menos en arquitectura, cuando se adelgaza en otra dirección (o en otro sentido). Cuando se ponen las cosas a dieta para lograr una ligereza de orden interno. Como cuando se aligera el aire de un espacio, su densidad, o cuando se desgrasa el significado de una obra, hasta librarla de toda ambigüedad. Esos tipos de adelgazamiento si que perduran porque no tienen el consabido "efecto rebote" de re-engordar una vez abandonada la dieta. Y de esto saben bien Junya Ishigami, Sanaa y tantos otros maestros de lo verdaderamente ligero.
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