15 de marzo de 2021
OLORES AUN MÁS DESAGRADABLES
Entre los desagradables olores que rodean la arquitectura, y dejando de lado el del queso fascista de la semana pasada, hay quien ha hecho notar, y con razón, que convivimos con algunos peores.
En realidad los peores tufos de la arquitectura son de dos familias: la de lo rancio y la de lo podrido. En cuando a esta primera cabe destacar que su solución es aparentemente sencilla pero tediosa: basta con limpieza y ventilación. Dicho remedio casero es eficaz incluso cuando las causas de esa pestilencia son lo anacrónico y lo inútil: lo que se hace pasar por nuevo pero está ajado, (porque ni siquiera ha sido conservado con el cariñoso olor a naftalina que inundaba los armarios de nuestros antepasados), puede ser recuperado con un simple encalado y viento fresco. Así, hasta la rancia corrupción de la peor posmodernidad puede superarse. Robert Venturi (y Denise Scott Brown), ventilados y puestos a secar al sol, como hacían los antiguos bataneros con las sábanas, ganan mucho.
El otro hedor de la arquitectura es el de la podredumbre. Una cañería sin salida, un desagüe obstruido o la acumulación de basura desprenden la misma fetidez que la arquitectura mal parida o fuera de sitio. A este respecto hay que destacar que al igual que el excelso poeta John Harrington inventó la taza con cisterna para los inodoros (inodoros, que gran nombre, hasta entonces la mierda siempre había dejado impregnada la arquitectura), esa hediondez puede remediarse desde el tablero de dibujo del arquitecto. El tufo pútrido comienza, la mayor parte de las veces, en la punta del lapicero del que proyecta. Es decir, para remediarlo hay que hacer más botes sifónicos, literal y metafóricamente hablando. El olor a materia descompuesta y el de la arquitectura arrancan de su falta de raíces (recordemos que las plantas sin raíces acaban emitiendo exacto hedor), de su exceso (la grasa y la carne dejada al sol ya sabemos a qué acaba oliendo), y de tanto recubrimiento almibarado. Caminar por una calle cualquiera con la nariz atenta hace fácil descubrir cuál es esa arquitectura pútrida e irrecuperable que tienen todas las ciudades. Un olor que coincide, por cierto, con el que emite el cadáver del crítico de arquitectura.
Huyan de ellos, (de esas pestilencias digo), porque puestos a oler, y si se busca, aun hay arquitectura que huele a bizcocho y a ropa limpia.
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