9 de noviembre de 2020
SALVAR LAS ESCALERAS
Al igual que sucede con los salvavidas o los salvamanteles, los salvaescaleras han nacido para proteger a un ser indefenso frente a un peligro inminente. El nadador a punto de hundirse encuentra rescate gracias a un descolorido donut anaranjado lanzado oportunamente al agua; las fuentes de sopa hirviente destrozarían el querido mantel de hilo de nuestros antepasados sino hiciese su aparición el premioso salvamanteles. Sin embargo y por paradójico que pudiese parecer, ¿qué escaleras amenazadas se ven protegidas por los “salvaescaleras”? Precisamente porque esos aparatos evitan usar las escaleras y no cuidarlas, equivocan su nombre.
Es leyenda la existencia de un salvaescaleras hecho de poleas y cuerdas para que el pesadísimo Enrique VIII pudiese ascender una veintena de peldaños en el castillo de Whitehall. Incluso el nombre de ese invento era mejor que los actuales: “trono de la escalera” (“stairthrone”). Tras ese invento que tenía más de izado de velas marineras que otra cosa, en 1800, el carpintero y dueño de una cervecería, F. Muffett, patentó un salvaescaleras que nadie sabe si llegó siquiera a convertir en prototipo.
En 1920, C.C. Crispen, modesto empleado de una fábrica de automóviles en Pensilvania, comercializó una utilísima silla plegable sobre railes que incluso tuvo mejor nombre: “Inclinator”. Desde entonces las variantes de salvaescaleras no han dejado de proliferar. Aunque entre todos, me quedo con ese cuarto flotante que inventó Koolhaas para el habitante en silla de ruedas de su casa en Burdeos que más que un salvaescaleras resulta casi una alfombra mágica.
El creciente negocio de los salvascaleras y sus empresas fabricantes - que corre paralelo al crecimiento de los parasitarios expertos en movilidad- ha prestado atención a la mejora técnica de sus productos y a la necesaria sensibilización social en este penoso campo, pero apenas se han preocupado mucho de ese significante cambio nominal. Sin embargo es importante porque está relacionado, si se piensa, con unas delicadas competencias profesionales. Los colegios profesionales dicen, de hecho, que los verdaderos salvaescaleras son los arquitectos, que para eso se preocupan por ellas como si fuesen animales en peligro de extinción.
Tarde o temprano este asunto del nombre de los “salvaescaleras” acabará en un juzgado. Ya verán.
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