15 de junio de 2020

EL DEGRADANTE DEGRADADO


En algún aciago momento, en un despacho, o ante el teclado de un programador informático surgió una idea fija que ha martirizado a toda una profesión. Una idea pérfida, irreal, y por tanto ajena a la construcción, a la luz y a la experiencia cotidiana: el degradante degradado.
Un efecto que hasta entonces pertenecía al dominio de la naturaleza, se coló en millones de pantallas retroiluminadas animando las presentaciones y los dibujos de otros tantos millones de  adolescentes. Sin embargo el degradado no es un efecto óptico de la realidad diaria, sino que es fruto del desgaste o de la óptica. El degradado, que no debe confundirse con el difuminado con el que los miopes disfrutan el mundo, o el que ofrece la bruma, es un efecto puramente marino o del horizonte. A pesar de que el mar y el cielo no son igual de azules.
El degradado resulta degradante para el dibujo y su significado, porque en manos inexpertas acaba haciendo de una superficie plana, un cilindro. Pero los efectos tornasolados mejor dejárselos a los fabricantes de coches y sus pinturas metalizadas, a las alas de las mariposas y a las manchas de petroleo accidentales y levemente mágicas de las gasolineras.
Solo al arte y a los viejos arquitectos de más de una cincuentena de años de profesión debería otorgárseles la licencia de uso del degradado que ofrecen los programas de dibujo. Jean Nouvel entre ellos. De hecho éste último ha hecho del esfuerzo de construir el degradado su religión particular. 
Puede que la culpa de todo fuese de Mark Rothko que nos enseñó que dentro de casa se puede tener un hermoso y carísimo horizonte degradado y desde entonces su popularización se haya extendido como un virus de interiores por obra y gracia de Autocad, Archicad o el Paint de turno... O puede que lo degradante sea no saber utilizarlo con cierto arte.

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