La expresión "¡Castigado al rincón!" se ha sustituido, en no sé qué malhadado momento y debido a no sé qué pérfida pedagogía, por la de "¡A pensar al rincón!". Con ello no nos damos cuenta del tremendo daño se ha hecho a la palabra "rincón", ya que ha dejado al descubriendo su extraordinaria capacidad como lugar para pensar. La cantidad de satisfacciones que reportan los
rincones han quedado entonces expuestas impúdicamente. E incluso se han quitado a los castigos lo mejor de su penitencia: el consuelo de un solitario runrun sin molestias.
Esa capacidad de los rincones para curar las heridas no debe ser pasada por alto. Por algo los rincones son los lugares de resguardo entre los cruentos asaltos de los boxeadores. En el rincón nadie nos puede atacar. Los rincones brindan una extraordinaria protección animal a nuestras espaldas. Y hasta señala que tenemos espaldas.
Por eso habría que
rehabilitar los rincones como lugar de castigo infantil (camuflado ahora de pensamiento tranquilizante) y empezar a emplear pedagogías que no usaran la arquitectura como medio punitivo. Y menos los rincones. Porque la arquitectura no es un castigo. Al menos, no consciente.
En
los rincones nos rodean tres aristas y desplegamos el cuerpo a su alrededor de un modo particular y cercano. El
horizonte de los rincones es al que llegan nuestras extremidades y nuestros
ojos miopes. Alrededor de los rincones, construimos una burbuja de espacio particular y basta hacer un experimento, como este del artista polaco Zbigniew Warpechowski, para que percibamos el rastro de ese espacio primordial. Este tradicionalista de vanguardia que era el performer grafitero de la imagen, con la simpleza de
marcar las paredes, parece que ha quedado investido del aura de los superhéroes o los santos. Si así fuera, lo sería, ni más ni menos, gracias al halo que proveen los rincones, que nos hacen santos involuntarios del espacio privado.
Para que luego los despreciemos como lugares de inútiles castigos.
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