Cuando los vendedores de felicidad espiritual nos animan a salir de nuestra
zona de confort, porque lo más valioso está fuera, porque las experiencias más estremecedoras y ricas se encuentran más allá de sus límites, el único remedio es resistir y rezar, y mucho, para no caer en esa tentación.
Con lo que ha costado a la humanidad construir eso que ahora se desprecia: la
zona de confort. ¡Menudo inventazo!. Mucho más importante que la patata o la penicilina. Porque la denigrada zona de confort ha salvado más vidas que el tubérculo y Alexander Fleming juntos.
Una
casa caliente, bien ventilada, una casa donde no se hacinen sus habitantes. Una casa separada de la
humedad del suelo, con paredes secas y sin mohos. Una casa
limpia y con
puertas que protejan su interior... Como para que ahora nos digan que la zona de confort es el mayor de nuestros males…
Plegarias sin fin a quienes contribuyen a conservar las amenazadas zonas de confort, es lo que deberíamos hacer. Y junto a esas manifestaciones públicas de fe, debiéramos cultivar las jaculatorias privadas a los radiadores, a los
pasillos, a los
felpudos y a las
cortinas. Rogad por nosotros, objetos de culto que construís las valiosas zonas de confort que son las
casas. Porque sin ellas dedicaríamos nuestra vida diaria a sobrevivir de mala manera. ¿Saben por qué?
Porque las zonas de confort son los lugares de partida, porque en ellos no existe la tensión del teatro público, y porque nos permiten ahorrar energías para otras cosas. Quizás más importantes. Por ejemplo, soñar.
2 comentarios:
Buenísima tu entrada. Bravo!
Ya está bien de fundamentalismo exotérico...
La zona de comfort merece homenajes sin fin. Gracias por verlo necesario.
Un saludo!
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