Los días en que amenaza lluvia son un incordio. Y no solo por la lluvia misma sino porque, previsoriamente y por si acaso se cumple el pronóstico, acarreamos desde por la mañana con ese techo portátil que es un paraguas.
Aunque este
techo olvidadizo y desplegable es abandonado a las primeras de cambio si el sol aparece. Como si un simple rayo entre las nubes tuviese el poder de hacernos abandonar a las primeras de cambio todo objeto añadido a nuestras costumbres. Solo así se explica que los paraguas, los guantes y las bufandas ocupen la mayor superficie entre los estantes de cualquier oficina de objetos perdidos.
Decíamos que esos techos portátiles son un incordio, pero improvisarlos, sabemos que resulta peor remedio: bolsas de
plástico, papeles de periódico y hasta el subirse el cuello del abrigo son remedios insuficientes. Porque para estar a cubierto, resguardado, no hay nada mejor que
un techo. Por eso un paraguas es una construcción tan hermosa como la cabaña de Laugier, si no más.
La forma de esos techos debe cumplir con una lógica relacionada con la materia y su impermeabilidad, también con el escurrir del agua. Si logran que el habitante no se empape los pies mientras camina o que el viento repentino no amenace su seguridad, el paraguas es un éxito.
Esos techos son, efectivamente, el primer refugio. Y una buena metáfora de como la
gravedad y el
desagüe son la primera amenaza ante la que la arquitectura debe ofrecer su primordial
protección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario