Semejante a la sensación de perder un tren o a la del surfista que no logra encabalgarse sobre la precisa ola, es la que la persigue a la arquitectura desde que a Mies se le ocurrió bautizar la modernidad como un hecho en que forma y tiempo estaban firmemente vinculados: “Nuestros edificios utilitarios sólo podrán considerarse obras de arquitectura cuando sean portadores del espíritu de la época y satisfagan las necesidades del momento”.
La arquitectura es de su tiempo, afirmación que poco tiene de original y que sin embargo fue discutida con consecuencias en el transcurso del siglo XX. Aun hay quien sigue sin saber que cara poner ante semejante reto.
A nadie se le oculta, ni siquiera a los reaccionarios que trataron de no sumarse a la modernidad, que el precepto miesiano, acarreaba una obligación moral. La respuesta de la arquitectura a un nuevo tiempo fue un derecho y un deber por encima de otras consideraciones y obligaba a un nuevo modo de pensar sus usos y sus formas.
El pasado, desde esa perspectiva, era un pesado lastre que había que soltar para el mejor progreso de los hombres. Claro que apenas cabe subrayar que en el campo de la arquitectura y del arte resulta tan avanzado Palladio como Le Corbusier o aquella miserable cabaña de Laugier. Sin embargo y desde ese instante, a lo largo de todo el siglo XX se ha empleado este argumento para justificar el desajuste entre el tiempo y su producción como el más depurado sistema de crítica arquitectónica. Si la arquitectura es un obstáculo del porvenir, lo mejor es extirparla. Y no tanto porque una obra pueda paralizar su avance, sino porque puede ralentizar un necesario cambio de sensibilidad.
Es en este sentido se hizo explícito un hecho que de siempre se había producido de manera natural. ¿Qué arquitectura del pasado no era de su tiempo?.
A lo largo del siglo XX ese deber ha espoleado a las obras y a sus autores en una carrera, en ocasiones alocada, por ver quien era el más fiel a los signos de los tiempos. Curiosamente esto produjo también el florecimiento de una tarea sorprendente para el arqutitecto: el ejercicio oracular. Una forma de utopía en que hubo que dar forma al sueño del provenir convertido en imposible caricatura del futuro.
En ese desacuerdo temporal, en ese desfase, pueden encontrarse adelantamientos y un curioso efecto contaminante entre fenómenos de arquitectura y moda. Igualmente hemos podido contemplar acusaciones semejantes a los efectos que se producen con las voces desacompasadas de una película defectuosa, donde los gestos y voces no encajan. Y si estar apegado a los tiempos puede dar con las obras en el cubo de la basura de la caducidad, estar desacoplado puede ser aún peor.
Después de lo dicho podría concluirse que el problema de lo extemporáneo es un problema puramente moderno. Ser moderno es saberse de un tiempo preciso, ser consciente de la inestabilidad de la propia condición temporal, saberse incapaz de subir a una ola que siempre llega a destiempo de nuestras fuerzas.
El caso es que siempre hay que estar en remojo.
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