Los objetos, definitivamente, han invadido nuestras vidas. Las cosas, las mercancías y los muebles se han metamorfoseado, conquistando una sensibilidad que en origen era sólo propia del ser vivo. Los muebles han adquirido una especie de inteligencia autónoma y un perturbador sex-appeal.
Sin embargo esa invasión constituye ya en si misma una de las operaciones fundamentales del habitar: “La configuración del mobiliario es una imagen fiel de las estructuras familiares y sociales de una época” dejó dicho Baudrillard hace más de 40 años. El sistema de los objetos de que una sociedad se rodea encubre un sistema de relaciones, no solo con la arquitectura, sino con sus habitantes. La primera función del mobiliario no es, pues, la puramente utilitaria sino que los objetos “tienden a personificar las relaciones humanas, poblar el espacio que comparten y poseer un alma”. El hecho de amueblar un espacio es una operación tan funcional como significante. Éste quizás sea el motivo por el que para nosotros los espacios vacíos del pasado, sean catedrales o villas renacentistas, se han convertido en monumentos en los que somos incapaces de imaginar ya una forma de ocupación, una forma de vida nítida, y por tanto, unos habitantes que no sean meras pinturas.
Actualizar y amueblar, ocupar con nuestros objetos la arquitectura, constituye un primer signo para su apropiación. También, pensar en los propios objetos y sus características e interioridades.
Lo asequible de esos muebles y su intrínseca fragilidad los han convertido en el nuevo sujeto de la “obsolescencia programada”. Donde antes los muebles podían ser heredados, hoy, tanto su vida útil como su vida significante, han sufrido un giro irreversible.
Grandes corporaciones de mobiliario ofrecen sus productos con un nuevo sentido. Hemos sido testigos de una revolución tanto en el diseño como en el consumo de los muebles. Tal vez se ha impuesto una moral de uniformidad encubierta, una sociedad feliz y programada donde se hace difícil dar cabida a lo diferente (1). Tal vez sea la viva imagen de lo que significa la globalización, sin embargo, se ha dado acceso simultáneamente al diseño de un modo popular y económico y a un material capaz de ser utilizado como insospechadas piezas customizables solo con algo de imaginación. “Arguiñano es la alta cocina lo que Ikea al diseño”, ha dicho alguno de los mejores diseñadores de la vieja escuela. Tanto, que estos muebles han trascendido el mero diseño y tal vez se hayan convertido en la primera operación de apropiación espacial a la hora de habitar por la mayor parte de la sociedad contemporánea. Como si habitar consistiese ya, sólo y básicamente, en abrir un catálogo.
En este contexto, la operación de elegir entre todos los productos ya es un acto identitario. Elegir entre las diversas series, es un acto cultural y de “gusto”; su montaje, un acto físico, muscular, que los ligará a un relato biográfico; su colocación, un sistema complejo de relaciones personales encubiertas y la visión de una sociedad. Toda una república de los objetos empleados como material básico para la conquista de la arquitectura.
(1) Hace tiempo frente a la feliz uniformidad de Ikea apareció la apropiación y hackeo de sus muebles. Ikea hackers ha sido una fuente de exposición de las diferencias de la que luego han bebido otras instalaciones y artistas.
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