30 de julio de 2012

EL OTRO KAHN


En arquitectura, al igual que en la historia ha sucedido con Diógenes, Sedulio o Hipócrates, también hay nombres que encubren nombres. Tal es el caso de Kahn: Louis I. Kahn y Albert Kahn. Ambos judíos, extraordinarios dibujantes y arquitectos, pero sin apenas más coincidencias, y menos aun, lazos familiares.
Albert Kahn, hijo de rabino, tuvo que interrumpir estudios y juventud para ayudar al sostenimiento de su familia a los 15 años. Gracias a su talento como delineante pudo sufragar no solo su formación académica sino la de sus hermanos Julius y Moritz, que convertidos en notables ingenieros, apoyaron su empresa de arquitectura con un profundo conocimiento del hormigón armado y el acero.
En este contexto no es extraño que para Albert Khan la arquitectura fuera un curioso compuesto formado por “un 90% de negocio y un 10 % de arte”. Y que a alguien como Henry Ford esas palabras le fueran de una musicalidad tal que le encargara la mayor parte de las fábricas de automóviles de su empresa.
Kahn supo dar forma a la arquitectura entendida como un espacio donde se veneraba la religión del taylorismo y la producción en cadena. Sus espacios de hormigón, acero y vidrio son pura modernidad antes de la modernidad. Es decir, Kahn se hizo arquitecto especialista en uno de esos escasos momentos en que se hacen necesarios especialistas.
Su empresa no solo dominó el mercado del diseño industrial americano, antes, durante y después de las guerras, sino que construyó en dos años más de quinientos proyectos incluso en Rusia. Hizo arquitectura en cadena con la misma severidad y belleza que tenían los productos en serie que se fabricaban en las entrañas de sus proyectos.
La repetición de sus módulos estructurales hasta distancias inverosímiles y la optimización de espacio y materia producen el escalofrío del último infinito posible: el vértigo horizontal.
Todas sus obras, kilométricas, son una exhibición de pentagramas de acero y hormigón a la espera de un espectador que con su ojo fabrique la perspectiva irrevocable. Porque sus mejores obras contienen, incrustado, un ojo que convierte todo alzado en una fuga visual esclavizante.
Ante una obra de Albert Kahn todo ser humano es convertido en un polifemo. Como por otro lado sucedía con el paisaje desde las infinitas autopistas americanas contempladas al volante de un Ford T.

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