Italo Calvino, a quien tanto debe la
arquitectura, observa en un fragmento de su Marcovaldo: “En la ciudad
vertical, en la ciudad comprimida donde todos los huecos tienden a llenarse y
cada bloque de cemento a compenetrarse con otros bloques de cemento, se abre
una especie de contraciudad, de ciudad en negativo, que consiste en tajadas
vacías entre muro y muro, distancias mínimas preescritas por las ordenanzas
municipales entre una construcción y otra, entre las traseras de los edificios;
es una ciudad de paredes medianeras, huecos de luz, canales de ventilación,
entradas cocheras, patios interiores, pasos a sótanos, como una red de canales
secos en un planeta de yeso y alquitrán”.(1)
Los huecos sin rellenar que nos descubre Calvino
son una red de lugares inhabitables, de sobras de ciudad. Esos despojos que ni
siquiera alcanzan la categoría de no-lugares, puesto que éstos no son
territorios cuyo tránsito sea mudo como lo son las gasolineras o los
supermercados de Augé. Los espacios de la contraciudad son los espacios que
quedan entre paredes, las cámaras bufas, los restos medianeros y las
parcelaciones. Los intersticios en los cuales el único habitante posible es el
polvo.
Sin embargo esa ciudad en negativo es valiosa:
Gracia a ella, lo habitable es límpido, ordenado y cargado de sentido. Esos
espacios, que tan mala prensa tienen entre la modernidad y las aulas, y que se
califican despectivamente como “residuales”, mantienen impresa una utilidad
indirecta. La arquitectura los conoce bien: cúpulas y cubiertas diferencian
entre el cierre exterior y el forro interior dejando intermedios invisibles.
Igual sucede con los muros, que responden simultáneamente a las necesidades de
la ciudad y su acomodo interior. Los ejemplos del óculo de Santa María de Brá o
los lucernarios de Aalto en Imatra, recogidos por Venturi para hablar más de la
complejidad que de la contradicción, debieran bastar como ejemplo. Esos espacios son también un fiel
relato de la historia. La ciudad y la arquitectura ha crecido dejando islas y
zonas que ya no se pueden destruir, ni utilizar. El pasado no se manifiesta
tanto en los monumentos como en esos residuos.
Lo anterior no significa que todo
espacio de la ciudad tenga valor. Igual que existe una contraciudad, existe
también una ciudad-mugre superpuesta a las anteriores, sin ninguna
significación ni trascendencia. Pero el espacio residual de la contraciudad del
que hablamos es siempre útil, (aunque no necesariamente utilizable y menos
desde el punto de vista de la utilidad arquitectónica). Gordon Matta Clark
demostró que existe una posible redención para muchos de ellos por medio del
arte. En 1973 compró una serie de propiedades en Queens y Staten Island, en
Nueva York. Todas ellas habían salido a subasta por 25 dólares cada una. Un
buen precio por unos terrenos si no fuera porque todos eran retales
inaccesibles de ciudad: “Una o dos de las mejores eran una franja de unos
treinta centímetros de un camino de acceso, y un cuadrado de treinta por
treinta en una acera. Y las demás eran bordillos y desagües. Lo que quería
hacer básicamente era designar espacios que no serían vistos y menos ocupados.
Comprarlos era mi propia forma de destacar el carácter extraño de esas líneas
de demarcación.” (2).
Los fotografió, y junto al título
de propiedad y la parcela, fueron enmarcados y expuestos. Desde entonces vagan
por las paredes los mejores museos de arte moderno del mundo.
Tiempo después aquellos solares fueron embargados de nuevo al no haberse pagado
los tributos anuales que les correspondían. Volvieron así, a ocultarse de
nuevo, como alimañas, en la contraciudad que nos rodea.
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