Decía Burckhardt, hace ya mucho
tiempo, que hay dos categorías de maestros. Los primeros son los que con
delicada exactitud, minuciosa paciencia y cuidadosa sabiduría, te muestran
todas y cada una de las calles de la ciudad; de cada calle, te hacen ver el
edificio más notable, y en el edificio, el detalle más característico. Pero los
otros, te agarran del cuello, te arrastran montaña arriba, no importa por que
zarzales o espinos. Si te quejas, te ignoran, si tratas de parar, te suben a
empujones. Pero llegados al punto más alto, con un solo gesto, te muestran la
ciudad extendida a tus pies desde la única perspectiva. Una perspectiva que
evidencia las grandes líneas de crecimiento buscadas por sus constructores. Y
ahora, dicen, eres libre de elegir lo que te convenga.
Si tiene algo de valor la
anécdota, recordada por el profesor Azúa, es por un doble motivo: la primera es
la evidente, y consiste en reconocer una relación intrínseca entre el
aprendizaje y el ver. El maestro es para Burckhardt aquel que te hace descubrir
la otra forma, alternativa, de ver. Alguien que nos obliga a usar los ojos con
una intensidad o en un espectro de luz diferente, y tal, que anula la antigua
mirada.
La otra, es el salto introspectivo que al instante se produce, recordando cada
cual sus maestros y tratándolos de encuadrar en alguna de las dos categorías.
Qué tipo de maestro fue Perret para Gropius, Mies o Le Corbusier. No es posible
imaginar a Wright en Taliesin sin arrastrar por espinosos cactus a cualquiera
que se le acercara. Como, a su vez, tampoco es posible imaginar de otro modo a
su maestro Sullivan.
Sin mucho esfuerzo es fácil continuar el repaso, sin embargo, quien sabe por
qué, solo aparecerán memorables los de la segunda categoría.
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