20 de abril de 2025

EN TORNO AL NEO-CASTICISMO

toldos verdes
Lo castizo está de vuelta. Pero no como parodia ni como folclore de exportación. Lo castizo ha vuelto como refugio, como identidad y como gesto autoconsciente. Uno que aparece en los discos de C. Tangana, en las uñas de Rosalía, en la estética "Lazarillo de Tormes", en el bareto y en los toldos verdes.
No se trata de una vuelta literal al pasado, sino de una sensibilidad nueva que revaloriza lo local, lo propio, lo reconocible. Una especie de hartazgo generalizado ante la estética global, las ciudades intercambiables y la arquitectura sin acento ha dado como resultado un clima cultural, en el que la juventud y con ella su entorno físico empieza a mirar hacia adentro. Hoy más que nunca el pueblo de la infancia se ha convertido en un tesoro. Y su recuerdo aún lo es más.
El neocasticismo no es una corriente organizada. Es más bien una atmósfera. Se cuela en las escuelas de arquitectura, donde los discursos de lo transescalar y lo cosmopolítico, privados del valor de lo genuino y del aquí, se ven desplazados por referencias a Fernández del Amo, a una arquitectura que redescubre las periferias de las ciudades y los pueblos de colonización. Vemos aparecer proyectos que citan lo popular desde una distancia irónica, como si algún primo lejano de Unamuno o de Chueca Goitia hubiese rescatado la arquitectura vernácula de Castilla y los trajes abullonados de cuello alto de un viejo baúl.
Y sin embargo, si en Invariantes castizos de la arquitectura española Chueca Goitia identificaba ciertas constantes históricas - la sobriedad, los patios, la fructífera relación entre el mundo interior y el exterior, el ladrillo y la sombra -, hoy lo que vemos no es exactamente eso. Es otra cosa. Es más bien una relectura emocional de lo castizo, donde lo importante no es la fidelidad al modelo, sino su evocación.
Quizá no sea nada más que una nueva forma de reapropiación. O algo más serio: una respuesta cultural al desarraigo, un hartazgo de la globalización y de encontrarse siempre las mismas series de Netflix o el mismo sabor en Starbucks allá donde se vaya. Un deseo de anclar la experiencia estética en un paisaje que, aunque sea algo manido y casposo, al menos suena familiar y auténtico. La arquitectura se convierte así en algo más que un gesto: uno que dice “esto es mío”, aunque se haya hecho con gotelé.
No es casual que esta sensibilidad venga de los jóvenes. No se trata de una vuelta al pasado por nostalgia, sino por necesidad. Frente a una modernidad líquida, la arquitectura adopta rasgos sólidos y reconocibles. Frente a la globalización sin alma, aparece el adorno local, los churros con chocolate, el amor a las tascas y la Feria de Abril. Frente al algoritmo, la copla.
Por supuesto, esto no nos libra de contradicciones. Porque inevitablemente lo castizo, en algún momento, se convertirá en un cliché, en una excusa estética, y puede que en una marca. Pero incluso en su forma más superficial, este fenómeno revela un cambio: un modo de entender la identidad no como pasado cerrado, sino como herencia viva. Y eso, en arquitectura, puede ser mucho más instructivo y poderoso que cualquier formalismo pasajero.
Este neocasticismo que asoma no viene a salvarnos. Pero tal vez nos recuerde de dónde venimos, justo cuando más lo estamos olvidando.

The castizo is back. But not as parody, nor as an export-ready bit of folklore. No. Castizo has returned as a refuge, as identity, as a self-aware gesture. One that shows up in C. Tangana’s tracks, in Rosalía’s acrylic nails, in a kind of Lazarillo de Tormes aesthetic, in the local dive bar and the faded green awnings.
This isn’t a literal return to the past, but a new kind of sensitivity that reclaims the local, the familiar, the recognizable. A widespread fatigue with global aesthetics, interchangeable cities and accent-less architecture has created a cultural climate in which the younger generation—and the spaces they inhabit—begin to look inward. More than ever, the village of childhood has become a treasure. And its memory, even more so.
Neocasticismo is not a movement. It’s more of an atmosphere. It seeps into architecture schools, where discourses around the trans-scalar and the cosmopolitan—stripped of any real sense of place or authenticity—are giving way to references to Fernández del Amo, to an architecture that rediscovers urban fringes and forgotten colonization villages. We’re beginning to see projects that quote the popular vernacular with a hint of irony, as if some distant cousin of Unamuno or Chueca Goitia had pulled out the puffy high-necked dresses of old Castile from a dusty trunk.
And yet, if in Invariantes castizos de la arquitectura española, Chueca Goitia identified certain historical constants—sobriety, patios, the fruitful relationship between interior and exterior, brickwork and shadow—what we see today isn’t quite the same. It’s something else. More like an emotional rereading of "lo castizo", where fidelity to the model matters less than its evocation.
Perhaps it’s just another form of cultural reappropriation. Or something more serious: a response to rootlessness, a weariness with globalization and its endless stream of Netflix series and Starbucks coffee that tastes the same no matter where you are. A desire to ground aesthetic experience in a landscape that, even if a little dated or cringeworthy, still feels familiar—and real. Architecture becomes more than a formal gesture: it becomes a way of saying “this is mine,” even if it comes with textured walls and exposed brick.
It’s no coincidence that this sensitivity comes from the young. It’s not a return to the past out of nostalgia, but out of need. Faced with a liquid modernity, architecture leans toward the solid and recognizable. Against soulless globalization, we get local ornament, churros with chocolate, a love of the corner pub, and a spring fair. Against the algorithm, the copla.
Of course, this doesn’t spare us contradictions. Inevitably, lo castizo will become a cliché, an aesthetic excuse—and perhaps even a brand. But even in its most superficial forms, this phenomenon signals a shift: a way of understanding identity not as a sealed past, but as living heritage. And that, in architecture, might be more powerful and instructive than any fleeting formalism.
This emerging neocasticismo isn’t here to save us. But maybe it can remind us where we come from—just when we’re most at risk of forgetting.


No hay comentarios: