Esa planta sagrada y secreta, protegida en el interior de un hermoso patio, supongo, cayó enferma y dejó de dar sus alargadas almendras de madera y grafito. Estoy seguro de que los mejores jardineros suecos acudieron a abonar sus raíces, a rociar sus hojas con remedios delicados, pero lo cierto es que ninguno logró la ansiada recuperación.
Desde entonces la humanidad vaga por esos laberintos, ansiosa aunque sin saber el motivo, porque no puede pensar fácilmente en sus cuartos, sus alcobas y sillones. Porque no puede llegar a acuerdos que resuelvan la siempre inminente discusión de pareja si no media el sagrado fruto del dibujo sobre un arrugado ticket de compra.
Las manos huecas y desocupadas, como las de un fumador sin cigarrillo, inquieren entonces a los ojos: ¿Dónde están los lapiceros salvadores? Pero no hay más que bolsas y más bolsas azules a la vista.
¿Cuánto miden las cosas si no las podemos medir, dibujar? El lapicero de Ikea era el único reducto de puro humanismo en medio de un puro negocio. Cuántos proyectos no se habrán resuelto con un lapicero de Ikea perdido, cuántos niños no habrán plantado la semilla de su futura vocación gracias a esos ligerísimos prismas hexagonales. Cuántos mensajes, crucigramas y malentendidos entre vecinos no habrán sido resueltos gracias a ese luminoso lapicero rescatado de un oscuro bolsillo.
Valga esta elegía a la muerte de los lapiceros de Ikea como recordatorio de que dibujar requiere de algo más que de voluntad y talento. Requiere de algo a mano con qué hacerlo.
*Debo la consciencia de esta dolorosa pérdida a Fernando Beltrán.
That sacred and secret plant, protected within the confines of a beautiful courtyard (I suppose), must have fallen ill and ceased to produce its elongated almonds of wood and graphite. I am certain that Sweden’s finest gardeners rushed to nourish its roots, to mist its leaves with delicate remedies, but none succeeded in restoring it.
Since then, humanity roams those labyrinths, restless but unaware of the cause, unable to properly envision their rooms, bedrooms, and sofas. Unable to settle the ever-imminent couple’s debate without the sacred fruit of drawing on a crumpled receipt.
Empty hands, like those of a smoker deprived of a cigarette, turn helplessly to questioning eyes: Where are the savior pencils? But there is nothing only bags, and more blue bags.
How can we measure things if we cannot sketch them? The Ikea pencil was the last bastion of pure humanism in the middle of pure commerce. How many projects have been saved by a lost Ikea pencil? How many children have planted the seed of their future vocation thanks to those weightless hexagonal prisms? How many messages, crossword puzzles, and neighborly misunderstandings have been solved thanks to that luminous little pencil rescued from a forgotten pocket?
Let this elegy for the death of the Ikea pencils serve as a reminder that drawing requires more than just will and talent. It requires something at hand to do it with.
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