19 de enero de 2025

UN MIES VAN DER ROHE IMPURO

Mies van der Rohe, Casa Farnsworth, durante la construccion
De primeras, nadie imagina encontrar una rampa en la arquitectura de Mies Van der Rohe. Igual de chocante que la imagen de un santo con dos pistolas, las diagonales no son bien recibidas en su perpetua poética de planos horizontales. Pero ahí está. Saltando entre forjados como una incómoda línea atravesada y fuera de sitio.
Ciertamente, no todo en la arquitectura de Mies van der Rohe tuvo los mismos visos de eternidad ni de pureza. Lo impoluto en sus obras se confiaba en convocar al final, pero no durante sus procesos de construcción. Y, si no, basta mirar las imágenes de la obra de la venerada casa Farnsworth. Allí las fotos son todo un poema sobre el ideario de Mies (lo cual demuestra que el arquitecto alemán no era ningún idiota respecto a dónde poner el foco y sobre la conciencia de esos sucios pasos intermedios que acarrea toda construcción).
Durante la obra hay rampas, y nadie sufre de un ataque de "puritis", ni siquiera Mies mismo, porque sabe que se trata de inclinaciones instrumentales para poder manejar una carretilla que lleve un saco de cemento. Como no amenaza con dejar la obra ante la presencia de una desgastada y roma escalera de mano necesaria para poder acceder a los forjados y a la cubierta.
Al contrario de lo que imaginan los mitómanos, en las obras de Mies, los obreros no iban con un mono de trabajo blanco de lino recién planchado y relucientes botas confeccionadas por zapateros italianos. El humo que desprendía la soldadura entre sus exquisitos perfiles era igual de negro y sucio que el del resto de las soldaduras de electrodos del mundo. El polvo y el olor amargo del acero y el corte de la piedra no desaparecían, por mucho que la señora Farnsworth llegara exquisitamente perfumada a la obra. Solo en ese contexto las rampas, como las escaleras o los trozos de suciedad acumulados por los rincones, son respetados por Mies.
Cuando hoy en día el proceso de la obra se proyecta y publicita (tal vez a falta de que el edificio concluido sea lo suficientemente consistente por sí mismo), el ver acumulada en aquellas obras de Mies tanta impureza da que pensar en el instante en que aparece la pureza misma en la arquitectura. Lo eterno parece que llega siempre después.
At first glance, no one expects to find a ramp in Mies van der Rohe’s architecture. As jarring as the image of a saint holding two pistols, diagonals are not warmly welcomed in his perpetual poetics of horizontal planes. And yet, there it is. Leaping between floors like an awkward line, misplaced and out of step.
To be honest, not everything in Mies van der Rohe’s architecture bore the same aura of eternity or purity. The pristine nature of his works was entrusted to emerge at the end, not during the construction process. And if you doubt it, just look at the images from the construction of the revered Farnsworth House. Those photos are a true ode to Mies’s philosophy (which shows that the German architect was no fool about where to direct attention and was fully aware of the messy intermediate steps inherent to any construction).
During the construction, there were ramps, and no one suffered from a "purism-ache", not even Mies himself, because he understood they were functional inclines for maneuvering a wheelbarrow loaded with cement. Nor did he threaten to abandon the project at the sight of a worn and blunt ladder, essential for reaching the floors and the roof.
Contrary to what mythmakers might imagine, workers on Mies’s sites did not wear freshly pressed white linen coveralls or gleaming boots crafted by Italian shoemakers. The smoke from welding his exquisite steel profiles was just as black and dirty as any other electrode weld in the world. The dust and acrid smell of steel and stone cutting were not magically replaced by perfumes, no matter how exquisitely Dr. Farnsworth might arrive, delicately scented, at the site. In this context, ramps, like ladders and the scattered piles of dirt in the corners, earned Mies’s respect.
Today, when construction processes are designed and marketed (perhaps because the finished building itself might lack enough substance), seeing so much impurity in Mies’s works makes one ponder the precise moment when purity actually appears in architecture. Eternity, it seems, always comes later.

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