12 de enero de 2025

EL PAISAJE COMO ACTITUD

Luis Camnitzer. El Paisaje como Actitud, 1979.
El ganado pasta sobre la nariz y las mejillas. Una casa y un árbol, a pesar de la pendiente, parecen encajar sobre esa irregular topografía con naturalidad. Los pómulos y la frente hacen las veces de valles, cordilleras y planicies. Mientras, el paisaje, el rostro de Luis Camnitzer, con los ojos entreabiertos y el gesto tranquilo parecen recibir a todos sus inquilinos con el placer de unas diminutas presencias que sin embargo no necesita espantar.
Si como dice el título de esta obra, “el paisaje es una actitud”, desde luego la de ese rostro-paisaje de Camnitzer, es uno libre de presión, de prisa y de peso. No existe en el signo alguno de la molestia de quien soportara desagradables moscas veraniegas, tampoco hay rastro alguno de enfado, sino más bien la misma tranquilidad del que contempla el cielo y sus nubes o una noche estrellada o el placer sereno de un padre cuyo hijo duerme la siesta sobre su barriga.
Tendemos a pensar que la tierra nos mira de un modo hostil. La emergencia climática, las innumerables agresiones causadas, desde la contaminación a la deforestación, parece que nos obligan a imaginar al paisaje como un ser a la espera de venganza. Pero esta obra parece decir que, pese a todo, el mundo siempre estará tranquilo, que tiene su propio ritmo y que siempre aceptará sobre su nariz o cejas, esos diminutos objetos que son las ciudades, las autopistas o los campos de cultivo. Tal vez porque tiene la seguridad de que estará cuando nosotros nos hayamos ido con todo nuestro jaleo. O porque a veces ve aparecer sobre su superficie alguna obra que en algo redime tanto destrozo.
Cattle graze over the nose and cheeks. A house and a tree, despite the slope, seem to fit naturally on this irregular topography. The cheekbones, and the forehead serve as valleys, mountain ranges, and plains. Meanwhile, the landscape—the face of Luis Camnitzer, with half-closed eyes and a serene expression—welcomes all its inhabitants with the joy of tiny presences it has no need to shoo away.
If, as the title of this work suggests, "landscape is an attitude," then certainly the attitude of Camnitzer’s face-landscape is one free of pressure, haste, and weight. There is no trace of the irritation one might feel swatting away summer flies, nor is there any hint of anger. Instead, it holds the same calm as someone gazing at the sky and its clouds, a starry night, or the serene pleasure of a father as his child naps on his belly.
We tend to think that the earth regards us with hostility. The climate emergency and the countless harms we have inflicted—from pollution to deforestation—seem to compel us to imagine the landscape as a being poised for revenge. But this work suggests that, despite it all, the world will always remain calm, moving to its own rhythm, always accommodating on its nose or eyebrows those tiny objects that are cities, highways, or fields of crops. Perhaps it is because the world knows it will persist long after we’ve departed with all our clamor. Or because sometimes a work appears on its surface that somehow redeems such destruction.

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