12 de diciembre de 2016
PROTÉGETE DE LA ARQUITECTURA PROTEGIDA
El espacio protegido en el siglo XX se ha multiplicado de modo exponencial. Clasificamos territorios enteros como reservas naturales, pueblos recónditos son declarados patrimonio de la humanidad, y arquitecturas marginales o de principios de la modernidad se convierten en museos intocables. Sin embargo muchos sienten aun un extraño escalofrío cuando se habla de proteger la arquitectura como si fuera una especie en extinción. Evitar que se pierda una rara salamandra amazónica o un desconocido espécimen de mustélido nocturno supone tomar conciencia de que su derecho a sobrevivir se encuentra extraña pero directamente vinculado al de la especie humana. Pero, ¿sucede igual con la arquitectura?
Desgraciadamente el hombre no ha sido capaz de inventar nada que garantice la supervivencia de la arquitectura. Ni siquiera cuando ésta se considera una “obra de arte”, - o alcanza el estatuto de bien de interés cultural, tanto da-, puede librarse de esa perpetua amenaza de su pérdida. El tiempo pasa y con él, hasta el terreno sobre el que se asienta la obra de arquitectura puede llegar a considerarse como un bien disponible y más valioso que la propia obra o el pasado que representa.
Sin embargo echamos de menos arquitecturas cuando estas se demuelen fruto de la voracidad del mercado en que se ha convertido toda ciudad. La sede los laboratorios Jorba, de Fisac, aquella vivienda de Alejandro de la Sota en la calle del Doctor Arce, o el mágico Frontón de Recoletos, resuenan en Madrid como cicatrices no restañadas. Cada ciudad padece sus propias ausencias, pero la vida sigue. Aunque más desmemoriada y tal vez más pobre.
No puede decirse que la protección garantice mucho: tal vez la conservación de la forma y algo de la memoria de los lugares. No lo suficiente. Un edificio convertido en museo, una obra momificada, está condenada como arquitectura. Privada de su continente más sustancial, que es la vida de la ciudad y de sus habitantes, la arquitectura está desarropada. Sin el desgaste de la vida cotidiana, sin cambios de moqueta o de mobiliario, sin las necesarias ampliaciones o intervenciones que provoca el uso, una obra permanecerá huérfana, o injertada en el carrusel de la preservación que hace de cada edificio una pieza en un museo de cera.
Podemos poner sacos terreros delante, pero hasta el momento no hay mejor modo de preservar la arquitectura que con ese escudo invisible que es la vida.
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